No fueron pocas las veces que sentí culpa.
Culpa por estar más tiempo en el trabajo que en la casa con mis dos hijos.
El trabajo noticioso es demandante, especialmente cuando estás al frente de la emisión nocturna de uno de los canales informativos más importantes de Latinoamérica. Hay que estar disponible las 24 horas para cubrir cualquier información de última hora. Incluso puedo recordar por lo menos dos ocasiones en las que tuve que interrumpir mis vacaciones para tomar un vuelo rumbo al cubrimiento de un evento inesperado.
Me agobiaba la situación, pero no podía más que empacar y dejar a mi esposo con mis dos hijos pequeños en un lugar paradisíaco al que habíamos llegado para las añoradas vacaciones familiares.
Para compensar esas ausencias decidí hacer ajustes a mis horarios de trabajo en la noche, algo que pude realizar con la colaboración de mis jefes. Todas las mañanas llevaba a mis hijos al colegio, después iba a trabajar y me aseguraba de estar en la tarde para recibirlos. Yo quería estar presente para ellos.
Los acompañaba para hacer las tareas y luego salía de nuevo a trabajar en la noche. Durante los difíciles años de crianza en la adolescencia me llegué a cuestionar si realmente valía la pena vivir mi pasión por el periodismo con tanta intensidad.
Muchos dicen que no se puede tener todo en la vida, pero yo hice todo lo posible para cumplirle a mi familia y a mi profesión. Me entusiasmaba tanto mi trabajo como la dicha de recibir el abrazo de mis hijos a la salida del colegio. Lo que me sorprendía en aquellos años era que mi esposo, que viajaba por trabajo mucho más que yo, no sentía la misma sensación de culpabilidad.
Aunque teníamos un pacto para que alguno de los dos estuviera siempre en casa mientras el otro viajaba, hubo ocasiones en las que él incumplió, y eso supuso uno de los principales roces que tuvimos como pareja. Para él la prioridad era su trabajo y nuestro pacto era negociable, sin remordimientos.
En el mes en el que celebramos el Día Internacional de la Mujer he querido escribir sobre la culpa, porque es una sombra que nos acompaña casi siempre. Un estigma que nos atormenta a la mayoría de las que decidimos trabajar y ser madres. Es una pesada carga emocional que nos imponemos por el tiempo que no estamos con nuestros hijos en casa.
Esa sensación de que dejamos de ser buenas madres porque producimos para crecer profesionalmente, ganar independencia, seguridad y satisfacción y, de paso, darles mayores oportunidades a nuestros hijos.
¿De qué nos pueden culpar? ¿De ser responsables con nuestro futuro y el de nuestra familia? ¿De proveer bienestar y darle ejemplo de responsabilidad y disciplina a nuestros hijos? ¿De hacer malabares y buscar a como dé lugar tiempo de calidad para compartir con los pequeños? Ya es hora de que tengamos la suficiente madurez como para convencernos de que dimos e hicimos lo mejor, en la medida de nuestras posibilidades. Nuestros hijos lo saben, y con los años lo agradecerán aún más.
Hace falta mucho camino por recorrer
Ahora que pienso en el papel de la mujer en el tiempo actual, destaco el reclamo de miles para exigir derechos y protestar contra el machismo, la discriminación, la falta de oportunidades, la desigualdad salarial, el acoso sexual y la violencia que cobra la vida de 12 mujeres cada día en nuestra región.
También pienso que las luchas de décadas han dado sus frutos. En varios países las mujeres hemos conquistado el acceso a la educación, al trabajo, a elegir y a ser electas. En algunos casos, a la licencia de maternidad remunerada y a decidir libremente sobre nuestros cuerpos. Aún con esos avances, la brecha de género o la desigualdad en oportunidades, recursos, beneficios y derechos en comparación con los hombres es inmensa.
Solo hay que mirar la cifra más reciente de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) sobre participación laboral. Si comparamos la situación entre hombres y mujeres de 25 a 54 años —la edad de mayor productividad de un ser humano— el índice de participación de las mujeres en la fuerza de trabajo a nivel mundial es de 61.4%, mientras que el de los hombres es de 90.6%. Una diferencia inaceptable de casi 30 puntos porcentuales. En algunos países esa diferencia es aún mayor.
Aquellas que han conseguido trabajo e independencia económica aún se enfrentan a la desigualdad salarial. En Estados Unidos, uno de los países más desarrollados del planeta y donde hay más mujeres que hombres con títulos universitarios y especializaciones, las mujeres blancas ganan en promedio 79 centavos por cada dólar que ganan los hombres. Esa diferencia de salario no ha variado en dos décadas y se agrava cuando se trata de mujeres negras (63 centavos de dólar), o indígenas (60 centavos de dólar).
A las que peor les va es a las hispanas, que ganan alrededor de la mitad de lo que ganan los hombres (55 centavos de dólar). Como ganan menos, también ahorran menos. Cuando llegan a la edad de retiro, las mujeres reciben el 70 por ciento de los ahorros que acumulan los hombres.
Para combatir esta inconcebible inequidad de salarios, una nueva tendencia en Estados Unidos acapara muchas miradas. Se la conoce como pay transparency o transparencia en el pago.
La idea es que las empresas adopten la política de publicar en su sitio web los rangos de salarios que ofrecen para cada puesto de trabajo y también que los empleados difundan o compartan con sus compañeros la compensación monetaria que reciben. Hay algunos que temen que esta política pueda generar rivalidades y envidias entre los empleados, lo que iría en detrimento del ambiente laboral. Sin embargo, la medida llegó para quedarse.
Hay varios estados del país en donde es ilegal que las empresas prohíban a sus empleados difundir el monto de su salario o averiguar lo que ganan sus compañeros. En otros estados como California, Nueva York, Colorado, Connecticut, Maryland y Washington han aprobado leyes que obligan a las corporaciones a hacer públicos los rangos de salarios de las diferentes posiciones y vacantes que ofrecen.
La información empodera y, al tener acceso a los rangos salariales, las mujeres estaremos en posición de exigir a las empresas que nos paguen igual o más que a los colegas hombres en concordancia con el perfil profesional y académico que presentemos.
Además de la cuestión salarial, a las mujeres les es más difícil continuar con sus estudios o su profesión cuando se convierten en madres. Es un hecho que la maternidad conlleva penalizaciones laborales. La mujer ve afectada sus posibilidades de obtener un mejor trabajo o avanzar profesionalmente, y en consecuencia aspirar a un mejor salario. Esa penalidad es, en no pocos casos, autoimpuesta.
Las mujeres tendemos a sentirnos culpables o lidiamos con remordimientos o señalamientos de otras personas, incluso de familiares, por el tiempo que no le dedicamos a nuestro hogar al estar en el trabajo. En contraste, los hombres, en general, no se sienten culpables y se desentienden de los oficios domésticos. Y, en parte, es porque nosotras lo hemos permitido.
Una encuesta de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) estableció que las mujeres trabajadoras dedican en promedio casi cinco horas a las labores domésticas, mientras que los hombres lo hacen por menos de dos horas al día.
Es menos común que los hombres le pidan a sus jefes días libres para ocuparse de sus hijos, y cuando tienen hijos recién nacidos ni siquiera aprovechan la licencia de paternidad en su totalidad.
Para una madre no es fácil conciliar el trabajo fuera de casa y en el hogar. Demandar mejores posiciones laborales muchas veces implica más horas fuera y menos tiempo para atender a la familia. Por eso, muchas mujeres postergan la maternidad, la dejan fuera de sus planes de vida, y si se convierten en madres prefieren hacer una pausa en sus carreras y dedicarse a sus hijos pequeños.
Las madres que eventualmente deciden regresar a trabajar, en ocasiones comienzan en desventaja. No solo en materia salarial, sino en términos de experiencia y actualización profesional que les impide aspirar a posiciones de liderazgo debido a los años que estuvieron inactivas.
Las que optan por quedarse en casa todavía tienen que dar la gran batalla para que los quehaceres domésticos y el cuidado de los seres queridos sean considerados como trabajo y tengan una debida remuneración.
Algunas soluciones
Afortunadamente, la pandemia puso de manifiesto la necesidad de flexibilizar las condiciones laborales. Es así como han surgido guarderías con espacios de oficinas y ambientes cómodos a prueba de sonido para que los padres y madres trabajen en forma remota y estén cerca de sus hijos.
Por otra parte, varias empresas han adaptado sistemas amigables con la vida familiar en los que ofrecen servicio de guardería para los hijos de sus empleados.
Los gobiernos de nuestra región deberían crear incentivos como subsidios o descuentos tributarios para que las compañías provean servicios de guardería con atención de calidad y a bajo costo para los empleados.
Varios países como Estados Unidos, Canadá y Australia lo están haciendo. Si queremos terminar con la brecha de género debemos exigir que nuestros países adopten políticas de educación para desterrar el machismo, promuevan la igualdad salarial, castiguen a los misóginos e incentiven la responsabilidad compartida entre mujeres y hombres para el cuidado de la familia. Guarderías en fábricas, oficinas y comercios, trabajo remoto, horarios flexibles y una política de salarios transparentes son pasos en la dirección correcta.
Debido a mi experiencia, creo que es posible encontrar equilibrio entre la maternidad y el trabajo. Hay que tener mucha organización, la comprensión y flexibilidad de tus jefes y la ayuda de otras personas que te remplacen cuando tú no estás, especialmente la del marido o el padre de los hijos.
Es muy importante establecer las prioridades, respetar el tiempo que le dedicas a tus hijos y estar presente activamente en su vida cuando te has liberado de tus ocupaciones diarias. Tenemos que priorizar la calidad sobre la cantidad. Nuestros hijos se acordarán de los buenos momentos que compartieron a nuestro lado alrededor de un juego, de la lectura de un libro, de alguna aventura familiar o de los buenos consejos que les dimos. Esos recuerdos no se acumulan en horas medidas por cronómetro.
WAO PATRICIA GRACIAS!
Este tema toco lo mas profundo de mi. La vida nos cambia luego de ser madres, nuestras prioridades y nuestro deseo de estar en todos lados presente. Me identifico tanto con lo que expones que me hace sentirme acompanada y esperanzada de lo que viene en el futuro y los frutos que podre recoger con mi hijo una vez crezca.
Muchas gracias por compartir este articulo que estoy segura va a mover a mas de una.
Totalmente de acuerdo con lo expresado en el articulo
Soy Ingeniero en Computacion y trabaje 20 años en IBM, excelente compañia!!
Cuando vi lo demandante del trabajo para ascender profesionalmente estableci prioridades , no podia ser madre, esposa, amante, hija e Ingeniero estrella porque iba a terminar ” estrellada” entonces decidi ser responsable y buena en el trabajo ( sin ser mediocre) peri ser madre y esposa estrella!! Y al ser mis 4 hijos adolescentes pude renunciar, la mejor decision
Patricia soy consiente del avance en igualdad, no obstante y en términos generales no se refleja en la vida cotidiana. Por qué cuando hay concursos para cargos públicos no existen reglas que permitan la igualdad de oportunidades? Por ejemplo yo soy profesor en la Universidad de Caldas y en 20 años de trabajo solo he tenido una compañera de trabajo, ninguno afrodescendente y ninguna persona con limitación física. Desigualdad que también se puede ver en las familias, si bien mis dos hermanas tuvieron las mismas oportunidades de estudio y cuidado por mis padres, en el momento sus vidas profesionales y familiares no son similares a las mías, vivimos felices como familia pero con desigualdades internas. No se si los discursos son contradictorios pero me gustaría ver más coherencia. Abrazos
Podrias compartirlo como PDF ??? Gracias, Aldo
Y Dios me hizo mujer
Gioconda Belli
Y Dios me hizo mujer,
de pelo largo,
ojos,
nariz y boca de mujer.
Con curvas
y pliegues
y suaves hondonadas
y me cavó por dentro,
me hizo un taller de seres humanos.
Tejió delicadamente mis nervios
y balanceó con cuidado
el número de mis hormonas.
Compuso mi sangre
y me inyectó con ella
para que irrigara
todo mi cuerpo;
nacieron así las ideas,
los sueños,
el instinto.
Todo lo que creó suavemente
a martillazos de soplidos
y taladrazos de amor,
las mil y una cosas que me hacen mujer todos los días
por las que me levanto orgullosa
todas las mañanas
y bendigo mi sexo.