Recuerdo haber deseado desesperadamente cumplir los 18 años. Era mi principal objetivo en la vida desde que aprendí a manejar a los 12 años. No veía la hora de sacar la cédula y la licencia de conducción para llegar a la “libertad y a la independencia” y de paso poder votar.
No volví a preocuparme por la edad sino hasta los 30 años. Tenía claro que quería tener a mis hijos antes de cumplir los 35 años por aquello de que con el paso del tiempo aumenta el riesgo clínico para el bebé y disminuye nuestra fertilidad. Una tía que adoraba, no pudo tener hijos y yo estaba obsesionada con la posibilidad de que a mí también me tocara lidiar con una especie de gen de la infertilidad en nuestra familia.
La inquietud de la edad no volvió a asaltarme hasta que un buen día a los 48 años tuve que hacer un esfuerzo sobrenatural para terminar de leer un libro.
A regañadientes comencé a usar anteojos para ver de cerca y fue en ese momento cuando por primera vez procesé una realidad inexorable para todos: el irremediable paso del tiempo. Era como un aviso implacable de que a partir de ese momento ya nada sería lo mismo; literalmente ya nada se vería igual. La edad comenzó a tener un peso mucho mayor en mi actitud frente al mundo.
Estaría mintiendo si no reconozco que hago lo posible por deshacerme de ese gordito que se acentúa con la edad, o de las arrugas que siguen apareciendo aunque tengamos los mejores cuidados de la piel y una vida saludable.
Pero tengo que confesarles que nunca como ahora me había sentido tan plena, feliz y libre de incertidumbres y temores. Creo que al fin logré la verdadera independencia y libertad que añoraba en los años insolentes de la adolescencia; cuando uno cree que el mundo gira a sus pies; pero con la menor crítica o cuestionamiento afloran los sentimientos de inseguridad y decepción.
Una de las ventajas de tener 52 años es que a uno cada vez le importa menos lo que piensen de ti, especialmente cuando lo que uno dice y hace es consecuente con lo que uno piensa y cree.
No tengo que hacer nada que no me haga sentir bien. No es fácil que te manipulen. Con la seguridad y serenidad que dan los años, me puedo dar el lujo de romper una que otra regla y no estar a merced de las expectativas de los demás. Es lo que hace que disfrutes la vida a tus anchas y a veces con las cosas más sencillas.
Como nunca antes estoy llena de sueños y proyectos. Los visualizo con mayor compromiso y aplomo sin perder la pasión que me motiva. A estas alturas uno toma mayor conciencia de la importancia del tiempo y la rapidez con que transcurre.
Es así como no acabo de entender el absurdo tabú en el que se ha convertido para las mujeres maduras decir su edad.
Hay que combatir este descabellado y desigual mensaje de la sociedad que parece otorgarle a los hombres el derecho a envejecer; y a las mujeres imponerles la obligación no solo de verse jóvenes sino bellas.
A menos de que luchemos decididamente de la mano del estado contra este prejuicio y ventilemos sin tapujos ni vergüenza nuestra edad y todo lo que tenemos para ofrecer, muchas seguirán siendo víctimas de todo tipo de discriminación laboral que en ocasiones empieza cuando las mujeres están en la edad de convertirse en madres.
Esta realidad no se escapa a los países desarrollados. Apenas la semana pasada el presidente Barack Obama firmó un decreto que obliga a las empresas de más de 100 empleados a reportar a las autoridades cuánto le pagan a sus empleados especificando género y raza. Yo le hubiese agregado la edad.
No es una mala idea para implementar en nuestros países donde la discriminación laboral y el menor salario que devengan las mujeres está incrustado en las prácticas empresariales.
Albert Einstein lo resumió así: “Triste época la nuestra. Es más fácil desintegrar un átomo que un prejuicio”.