Hay recuerdos de infancia que quedan grabados para siempre.
Si escarbo bien en la memoria, las primeras imágenes que descubro en mi niñez son en blanco y negro. Mi familia sentada expectante frente al televisor en medio de la euforia y la tensión. Mi padre concentrado, comentando con algún amigo, cada jugada. Todos en aquella salita de estar, cada tanto saltaban de emoción ahogados en la celebración y el grito de GOL.
Creo que antes de saber cómo se llamaban mis tíos o mis abuelos, yo sabía los nombres de Garrincha, Tostao, Jairzinho, y Pelé.
Tendría 3 años. Se jugaba el mundial de fútbol en Inglaterra y lo visualizo como un momento importante; feliz, en el que la vida familiar se paralizó por esos días en torno a un evento que generaba pasión entre todos los que me rodeaban.
Pasó el tiempo y luego vino el mundial del 70 en México y de nuevo las jugadas de un equipo que parecía eclipsar al mundo. De la solemnidad de un culto al fútbol en el que no podíamos interrumpir ni atraversarnos frente al televisor, pasábamos a los abrazos y los gritos de gol volví entonces a escuchar esos nombres sonoros y pegajosos: Pelé, Tostao, Ribelino.
No tenía la menor idea de cómo el fútbol y sus mundiales iban a ser protagonistas por el resto de mis días.
Para esa época ya sabía que mi papá había llegado de Argentina a Colombia como jugador profesional de fútbol. Las sobremesas de las comidas familiares muchas veces giraban en torno a anécdotas divertidísimas de sus épocas futbolísticas. Eran historias tan bizarras que parecían productor de su imaginación; pero eran reales.
Varias veces nos contó del resultado de un encuentro en 1958 entre su equipo, el Atlético de Bucaramanga contra el Deportes Caldas, en el que un defensa del Bucaramanga, Orlando “El Choclo” Martínez, logró un resultado digno del libro de récords Guiness: metió 3 autogoles en el mismo partido. A pesar de la debacle, El Bucaramanga ganó 4 a 3.
Recuerdo las tardes de domingo; la ilusión de ir a la cancha a ver jugar a su equipo; la frustración cuando papá se convirtió en su director técnico. Recuerdo el entusiasmo de nuestro viaje en familia para ir a los mundiales de fútbol de Argentina, España, y Estados Unidos. Y si tuviese que escoger algunos de los momentos más felices de mi vida; entre los cinco primeros figura nuestra celebración en Buenos Aires cuando Argentina ganó la final del mundial del 78.
En mi casa se sigue viviendo el fútbol con intensidad. En un televisor de la casa se ve fútbol y en el otro las noticias. Cuando mi hijo está en casa compite on-line con jugadores en cualquier parte del mundo con los videojuegos de FIFA. Mi esposo compra abonos en el nuevo y moderno estadio donde juega el Atlanta United; un equipo que se formó hace menos de dos años y que ya ha roto records de asistencia a nivel mundial. ¡Cómo culparlo cuando viajo a Atlanta a visitarlo el fin de semana y el domingo se va con sus amigos a fútbol!
Y es que desde pequeña, el fútbol es parte de mi formación, sin proponérselo, mi papá aplicó todos sus talentos deportivos en su rol de padre. En muchísimas oportunidades yo sentí que a mi hermano y a mí nos trataba como jugadores en una competencia que no podíamos perder. Teníamos que ser ganadores de la vida.
En largas charlas que parecían “técnicas” nos inculcó esos valores que afianzó en su vida deportiva: la disciplina, la persistencia, el respeto a las reglas, y al otro sin importar su raza o su condición social; nunca resignarnos; nos enseñó a diseñar estrategias, a lidiar con los fracasos y las derrotas y también a tener muy claro nuestros objetivos, nuestros sueños y metas.
El fútbol tiene ese poder transformador. Es una herramienta de desarollo que quisimos aplicar a niños de escasos recursos y sin mayores posibilidades de progreso en la fundación Colombianitos que tengo el orgullo de presidir desde su junta directiva.
Por tercera vez un grupo de Colombianitos asistirá a un mundial de fútbol representando a mi país en la competencia del fútbol para la esperanza; el torneo de entidades sociales que la FIFA organiza en paralelo al mundial.
Por eso y mucho más estoy lista para vivir de nuevo la ceremonia del mundial de fútbol; esa fiebre que hace que en casa nos arrebatemos el mejor lugar frente al televisor. No veo la hora en la que mi esposo y mi hermano dejen de lado su rivalidad constante entre River y Boca y se fundan en un abrazo por algún gol de Colombia o Argentina. Mis hijos y yo también celebraremos por partida doble; llevamos el fútbol en las venas y las dos selecciones en el corazón.
Es esa magia de la fiesta mundialista que me remonta a mis mejores recuerdos de infancia y que se repiten en la nueva generación de la familia. No importa que cada vez tengamos que esperar otros cuatro años.